La otra HISTORIA DE LAS BRUJAS europeas

Sociedades secretas e iniciáticas de mujeres
Leonor Calvera



El género mujer tiene un pasado oscuro. O, más precisamente, está velado, oscurecido por una espesa trama de prejuicios, olvidos, negaciones y voces de varón superpuestas. Los perfiles históricos femeninos se han de encontrar entonces en el espejo de la visión masculina que, al ubicarse en el papel de observador, impondrá sus propios códigos de interpretación. Recién a mediados del siglo pasado comenzará una gran revisión del devenir de los acontecimientos y el lugar que la mujer ha ocupado en ese desarrollo.

En el caso de las sociedades secretas, a esa primera oscuridad se suma la impuesta por el carácter mismo de esas agrupaciones, cultos y hermandades. Todas ellas tienen por eje central no trasmitir fuera de su ámbito lo que allí ocurre, cortar la comunicación con el exterior. El imperativo es guardar el misterio, que, como su etimología lo dice, significa “cerrar la boca”. Quedarse mudo, mantener el secreto es la consigna fundamental de las sociedades iniciáticas: el camino debe ser sólo para quienes lo transitan. No deben quedar testimonios fidedignos ni descripciones fehacientes que puedan ser manipuladas o mal interpretadas. ¿Cómo traspasar entonces ese complejo entramado de silencios?

El sexo femenino participó desde siempre en los cultos y misterios relacionados con la Gran Madre, Pero la primera aproximación histórica a un culto o reunión exclusivamente de mujeres se encuentra en las obras de Eurípides primero y, cuatro siglos después, en las de Tito Livio. Ambos se refieren a las bacantes.


Uno de los personajes de la obra de Eurípides, Penteo, declara; “Me encontraba ausente de este país y ahora me entero de los males recientes que agitan esta ciudad. De ue nuestras mujeres han abandonado sus hogares por fingidas fiestas báquicas y corretean por bosques sombríos, glorificando con sus danzas a una divinidad de hace poco, a Dionisos-“

El tema preocupa en extremo a los habitantes y, en especial, a las autoridades, que se preguntan qué hacen esas mujeres en solitario. Suponen que su conducta es licenciosa y que se embriagan con frecuencia.

Un mensajero cuenta lo que logró contemplar cuando acababa de remontar una cima con su rebaño de vaca: “…veo agrupadas en cortejos tres coros de mujeres…Dormían todas, tumbadas en actitud descuidada, unas reclinaban su espalda sobre el ramaje de un abeto, y otras sobre las hojas de encina en el suelo. Reclinadas al azar en actitud decorosa, y no…embriagadas por el vino y el bullicio de la flauta de loto, retiradas a la soledad para perseguir en el bosque el placer de Cipris.” Al divisarlo, continúa diciendo el mensajero, el primer gesto de “las jóvenes y viejas, y doncellas indómitas aún… fue soltarse la cabellera sobre los hombros y reajustarse las pieles de corzo aquellas a las que se les habían aflojado las ataduras de sus vestidos, y se ciñeron las moteadas pieles con serpientes que lamían sus mejillas.

Otras llevaban en sus brazos un cervatillo o lobeznos salvajes, y les daban su blanca leche todas aquellas que de un reciente parto tenían aún el pecho rebosante y habían abandonado a sus recién nacidos. Se pusieron encima coronas de yedra, de roble y de florida brionia. Una tomó su tirso y golpeó sobre una roca de donde empieza a brotar, como de rocío. Un chorro de agua. Otra hincó la caña en el suelo del terreno, y allí el dios hizo surgir una fuente. Todas las que deseaban la blanca bebida, apenas escarbaban las hierbas con la punta de los dedos, obtenían manantiales de leche. Y de los tirsos cubiertos de yedra destilaban dulces surcos de miel.”

Casi el mismo escenario encontramos en el ámbito romano, Tácito cuenta que, entre el 12 y el 19 de abril se celebraban las aireenas. Estaban dedicadas a la personificación de los poderes de la vida, Ceres y Baco. Durante los festejos, narra el historiador, las mujeres, vestidas con cueros de cabra, bebían, corrían y saltaban sin freno.

Asimismo eran sólo de mujeres las ferias matronales, donde acudían madres e hijas para conseguir las bendiciones de la diosa Juno.

Por su parte, Tito Livio nos habla también de reuniones de mujeres que se celebraban en un bosque consagrado donde eran iniciadas en un culto desconocido. El tema salió a la luz cuando en Roma se produjeron numerosas muertes inexplicables de magistrados y gente importante. Algunas mujeres, en cambio, parecían estar exentas de cualquier enfermedad.

Se comenzó a sospechar que las que gozaban de buena salud eran las que se reunían en el secreto de la espesura. Una esclava o sierva que buscaba ser perdonada, informó que en esos grupos se practicaban placeres desenfrenados al son de los tambores. Asimismo manifestó que todo el mal que se había apoderado de la ciudad era debido a que esas mujeres preparaban cocciones extrañas, drogas y ponzoñas muy venenosas cuyo secreto de fabricación sólo ellas conocían. Uno de los cónsules que intervino en la denuncia, aseguró que “jamás atacó a la república azote más terrible y contagioso. Todos los excesos del libertinaje, todos los atentados cometidos en estos últimos años, proceden de esta nefanda guarida y todavía no han brotado a la luz los crímenes cuya organización se limitan aún a los delitos privados, porque no son bastante fuertes para abrumar a la república.”

Ese informe, por demás sospechoso, bastó para que se declarara su absoluta culpabilidad en las muertes de los personajes destacados. Mediante un edicto del año 186a.C el Senado romano decretó su persecución y exterminio, tarea que llevó a cabo ejecutando a siete mil almas.

El paisaje que dibujan estos fragmentos de la literatura clásica greco-romana vuelve a replicarse cada vez que se aborda el tema de mujeres reunidas. Vale decir, se trata de un topos dramático compuesto de elementos tales como la afinidad con la naturaleza, especialmente con los árboles, el trato muy cercano con los animales, las danzas y la música dando marco a una sexualidad indomable. sin frenos y, sobre todo, a la aparición de poderes sobrenaturales –mágicos o paranormales- que les permiten modificar el entorno, crear pócimas sanadoras, drogas, venenos o filtros de amor.

Los primeros tiempos del cristianismo provocan el pase a la clandestinidad de las sociedades de mujeres. Sin embargo, algunos de los elementos del culto a la Gran Madre son absorbidos por la religión predominante, el cristianismo. De tal manera, san Cirilo aplicará a la Virgen los epítetos laudatorios y afectivos que se le dirigían a Artemisa Diana. Precisamente, la figura de la Virgen María va a cobrar un protagonismo creciente hasta llegar a su plenitud en las representaciones medievales de la virgen y el niño, muy similares a las de Isis sosteniendo a Horus.

En paralelo, comienzan a surgir algunas historias en relación con el culto de la Diosa, eje de las sociedades de mujeres. Por ejemplo, adquiere un enorme relieve la leyenda de Tannhäuser, que luego va a ser tomado como protagonista de numerosas obras literarias.

A poco de su muerte, ocurrida en 1270, comenzó a contarse que este poeta alemán, nacido en una familia de caballeros, había encontrado la entrada a la Montaña de Venus, o Venusberg. Allí, en su interior, las mujeres celebraban el culto de ese avatar de la Diosa. Tannhäuser pasó allí un año en adoración, Al cabo de ese tiempo, volvió al mundo cotidiano y, a poco, lo asaltaron los remordimientos por haber participado de esos rituales pagano. Se dirigió entonces al papa Urbano IV para preguntarle si era posible ser absuelto de sus pecados. El papa le respondió que su pedido era tan imposible como que reverdeciera su bastón de peregrino. Lo cierto es que, a los tres días, el bastón floreció. Algunas versiones dicen que Tannhäuser, viendo este milagro, se apresuró a volver a las cuevas del Venusberg.

La sociedad llamada Las Hijas de Tannhäuser sostiene que la Montaña o Monte de Venus no es sino el nombre de uno de los tantos grupos que componen su agrupación y que seguirán estando por siempre en el anonimato.


Por su parte, trovadores y goliardos transmitían en sus poemas y músicas mensajes ocultos que hacían referencia a la Diosa. Por ejemplo, el Codex Latinus 4660 (Carmina Burana), iluminado con la carta de la fortuna, se abre y se cierra con la canción “Oh fortune”, siendo Fortuna, la hija de Juno, la propiciadora de la maternidad, cuyas fiestas se celebraban en la Roma antigua en el mes de junio.

Alrededor de 1170 surge una nueva forma de vida en comunidad. Dice el hermano Hilbert de Tournai: “Hay entre nosotros mujeres a las que no tenemos idea de cómo llamar: si mujeres comunes o monjas porque no viven en este mundo ni fuera de él.” El nombre que recibieron fue el de “beguinas”, un nombre de etimología incierta.

Las mujeres que recibían la condición de beguinas provenían de la vida civil, no eclesiástica. Eran viudas, solteras y jóvenes impulsadas por sus padres. “El ingreso no exigía renunciar al matrimonio, si bien se les exigía una conducta intachable. De todos modos existía un período de prueba de dos meses, tras el cual debían adoptar una sencilla vestimenta marrón grisada, hacer votos de castidad de validez temporal y someterse a una fuerte disciplina de trabajo. No obstante, retenían su derecho al ejercicio del comercio y la administración de las ganancias.” [1]

Instaladas en centros comerciales importantes de Flandes, Italia, Francia, Alemania prosperaron rápidamente y su número fue creciendo sin pausa. Ningún varón las gobernaba sino que estaban presididas por una gran señora´ a la que asistía un consejo. “Cada una de las casas de la comunidad era una réplica de una ciudad en pequeña escala. No faltaba la iglesia, el hospital, la plaza pública y calles y caminos que dividían los aposentos de las jóvenes hermanas de aquellas de mayor edad.”

Negociaban con gran éxito y sus beneficios les permitían asistir a los enfermos, enseñar a niños y niñas, dar de comer a los pobres, atender los partos y ayudar en la dura tarea de la crianza de niños. Como estaban sometidas a la ley civil, los municipios les imponían la tarea de limpiar los asilos y atender a los atacados por la peste. Todas estos trabajos los alternaban con excelente labores manuales. Y con la preparación de ungüentos, pócimas, bebidas que ayudaban a restablecer la salud en general y la salud específicamente femenina en particular.

En la etapa final, alrededor del siglo XIII, se les cedieron tierras en lugares fértiles [2] y se crearon los beguinajes, que albergaban hasta dieciocho comunidades.

La independencia, la autonomía, el poder decisorio de las beguinas no pudieron sino suscitar primero desconfianza y luego odios, envidias y resentimientos que se fueron profundizando hasta desembocar en los peores resquemores y sospechas del patriarcado, encarnado en las figuras eclesiásticas.

Se restringieron las libertades de las beguinas, se les prohibió enseñar, se las vigiló muy de cerca. Por último, se cerraron los beguinajes y fueron obligadas a entrar en conventos regulares o volver a la vida civil.


No jugó un papel menor en esa persecución la escritura de las beguinas. Llegadas muchas de ellas de las clases altas, desarrollaron en literatura una mística del amor que inicialmente fue vista con buenos ojos por la Iglesia. Poco a poco se fue acentuando esa unión con Dios sin mediaciones hasta tomar tintes que no se diferenciaban del amor erótico. Dice Beatriz de Nazareth que el amor a Dios “es como una flecha que atraviesa el corazón hasta la garganta y le hace perder el sentido, o como un fuego que atrae todo lo que puede consumir, tal es la violencia que esta alma experimenta, la acción del amor sin medida y sin piedad en ella, que todo lo exige y todo lo devora.”

Por su parte dice Hadewijch: “Y luego vino hacia mí y me tomó enteramente y me apretó contra él, y todos mis miembros lo sintieron en completa felicidad, en concordancia con el deseo de mi corazón y de mi humanidad. Y to estaba exteriormente satisfecha y completamente transportada.”

Estas páginas, y otras similares, no podían sino agitar los viejos fantasmas: de la tentación, que hace perder la virtud a los varones y otros peligros del trato con mujeres, largamente tributarias del mal, Despertaron miedos soterrados del orden patriarcal, entre los que sobresalía el vértigo siempre latente ante la sexualidad femenina desbordante. No cabía sino dispersar a esas mujeres que se atrevían a pensar por su cuenta, a hablar metafóricamente -y no tanto- de su sexualidad, a trabajar en remedios y curaciones que permitían tener mejores partos a las mujeres o no sufrir los dolores menstruales. Y, ante todo, a tener un gran diálogo entre ellas, a remozar ciertas formas de culto de las que no estaba ausente el cuerpo. No quedaba otra alternativa que diezmarlas y, si se empeñaban en sostener sus ideas, llevarlas a la hoguera. La primera beguina que sufrió esa bárbara condena fue Margarita Porette: el hecho ocurrió en el año del Señor de 1210.

El panorama laico al que se incorporaron las beguinas había comenzado a cambiar a partir de la baja Edad Media. Tanto en el campo como en la sociedad crecientemente urbana, las parejas compartían las labores, constituyendo una fuerza de trabajo importante. En el campo, el aporte femenino era múltiple, iba desde el cuidado del ganado a las tareas de siembra, cosecha y cultivo a lo que se debía agregar el mantenimiento de la casa. Muchos de estos trabajos, considerados “estacionales” no estaban bien remunerados, especialmente para las mujeres. Algunas tareas les estaban específicamente reservadas, como buscar agua, mantener el fuego, llevar el trigo al molino, etc.

A partir del desarrollo de las ciudades y la aparición de una burguesía cuya base económica la constituían el comercio y las artesanías, la asociación familiar se vuelve determinante; las mujeres ayudan al marido y lo sustituyen en caso de ausencia.

Las jóvenes se iniciaban en lo laboral entre los seis y los trece años y los trabajos donde su presencia se tornó casi exclusiva fueron los relacionados con la línea alimenticia, incluido el desempeñarse como taberneras o mesoneras. Asimismo, se desempeñaban en las artes y oficios suntuarios y en la docencia pero. sobre todo, brillaban en lo textil, de modo que se llegó a formar un Gremio de Tejedoras.

En ese entonces, los gremios masculinos, o mixtos, tenían una parte formal, externa, y otra parte reservada, iniciática, Es lícito suponer, por consiguiente, que las tejedoras también hayan tenido una faz no visible. Tal como ocurriera con las comunidades de beguinas que tenían mucho de sociedad iniciática, y que llevaron sus inquietudes a otras sectas, como la de los alquimistas.

En general, a diferencia de lo que sucede con las sociedades iniciáticas masculinas, centradas mayormente en la obtención de un estado de excelencia o en los ritos de muerte-resurrección, las sociedades femeninas tienen como punto de partida el nacimiento. Dice Mircea Eliade: “El misterio del alumbramiento, es decir, el descubrimiento por parte de la mujer de que es creadora en el plano vital, constituye una experiencia religiosa intraducible a los términos de la experiencia masculina. Se comprende entonces por qué el parto ha dado lugar a rituales secretos femeninos, que se organizan a veces en auténticos misterios” [3] Y subraya Eliade: ”…las reuniones secretas de mujeres casi siempre están relacionadas con el misterio del nacimiento y los cultos a la fertilidad“ La parábola queda completada al asimilar la mujer a la Tierra Madre.

En la noche de los tiempos asoman los ritos de la fertilidad en que la mujer se solidariza “místicamente con la Tierra: el parto se presenta como una variante, a escala humana, de la fertilidad telúrica. Todas las experiencias religiosas en relación con la fecundidad y el nacimiento tienen una estructura cósmica. La sacralidad de la mujer depende de la santidad de la tierra. La fecundidad femenina tiene un modelo cósmico: el de la Terra Mater, la Genetrix universal.”. Por ello, lo que Lev-Strauss denomina “el pensamiento salvaje” levantará enormes tabúes contra los trabajos de minería porque hurgar en las entrañas del suelo es sinónimo de violar a la Madre Tierra.

Mientras el clero se dirigía al pueblo en un latín que las gentes no entendían, hablándoles sobre cosas intangibles y castigos sin cuento, las mujeres, tras una jornada más que laboriosa, se reunían de noche para intercambiar sus experiencias. Allí iban entonces a un bosquecillo, portando algo para beber y otro poco para comer. Allá se congregaban, bajo las hojas protectoras de un árbol, en comunión con la naturaleza. Allí oían sus voces, como ocurrió con la doncellita de Domrémy que prestó atención a lo que le decía el espíritu del árbol y, siguiendo esa voz, convenció al rey Carlo VII que debía expulsar a los ingleses de Francia, se puso a la cabeza del ejército y liberó a su nación. pasando a la historia como Juana de Arco La doncella de Orléans a quien, en su momento. se la enjuició, se la encontró culpable de herejía y se la condenó a la hoguera, donde murió el 30 de mayo de 1431, fecha que la Iglesia instituyó como el día de su festividad, reconociéndola santa.

En armonía con los árboles y su espíritu, con las plantas y los animales, no es improbable que esas comunidades de mujeres descubrieran por sí la sacralidad de la naturaleza. Sin embargo, no hay que descartar que la tradición oral, siempre viva, siempre renovada, haya aportado muchos elementos a esa visión cósmica. Así. comenzaron a prenderle cirios a la Luna y remozaron antiguas liturgias dedicadas a Diana, a Hécate, a Dyonisos.

En la terrible falta de comunicación de la época, se valieron del alfabeto de los árboles y de los dedos para transmitir informaciones y pedidos entre el campesinado, siempre en estado de pobreza, siempre explotado y negado. Atendían las urgencias de los partos, las picaduras de insectos, las heridas y los males causados por la falta de alimentación y el exceso de trabajo. Algunas de las beguinas que se incorporaron a estas asambleas aportaron sus profundos conocimientos del alma y el cuerpo, formando asimismo discípulas que siguieron atentamente sus instrucciones.

Al terminar el intercambio de conocimientos, se entregaban a la danza, recreando en sus pasos la plenitud del universo. Repetían así lo que habían practicado las mujeres de Beocia veinticinco siglos antes en el culto a la fuerza de la vegetación, personificada en la figura de Dyonisos en cuyo honor se celebraban las agrionias En estos festivales, compuestos sólo de mujeres, se teatralizaba una escena en que se pretendía buscar al dios, Una persona, ataviada con vestiduras negras, representaba a la divinidad, que había partido junto a las Musas. Luego, se intercambiaban secretos hasta que el encuentro terminaba entre bebidas, comidas, cantos y danzas. De tal modo, en el Medioevo se fueron multiplicando esta tipo de encuentros pueblo en pueblo, de villorrio en villorrio, de aldea en aldea. Finalmente, surgió la necesidad de realizar grandes asambleas.

Las fechas designadas fueron el 31 de octubre, y la víspera del 1ro. de mayo, en concordancia con la fiesta de otoño y la fiesta de la primavera de un calendario muy primitivo. La noche del 31 de octubre en la Grecia antigua, como entre los celtas, se conmemoraba a los difuntos que, se creían, regresaban a entregar a los vivos su mensaje. Por eso se solía iluminar la entrada de los sepulcros.

La víspera del 1ro. de mayo había sido la fecha elegida por los romanos para celebrar las Floralia, presididas por la Diosa de Mayo o “la Doncella”, en conmemoración del aspecto de “flor” de la Gan Diosa. Se vestían con ropas verdes y se plantaba el palo de mayo, como símbolo del falo de la divinidad entrando en el vientre de la Tierra. Entre los celtas estas fiestas recibieron el nombre de Beltain y, entre los teutones, el de Walpurgisnacht.

En tiempos medievales esos grupos celebrantes, llamados esbats o conventículos, compuestos por trece mujeres, al convocarse en grandes asambleas recibieron primero el nombre de “sinagogas” y luego el de sabbaths. Solían realizarse en una encrucijada –lugar protegido por Hécate, junto a una caverna o en un claro del bosque. Existían ciertos parajes, como el Hauberg en la Selva Negra, el Blokula sueco o el Puy de Dome francés, que la tradición popular relacionaba con los sabbaths.

¿Qué sucedía en los sabbaths? El encuentro se extendía desde la medianoche hasta el primer canto del gallo. En muchas localidades acudían disfrazadas con pieles, lo cual quizá haya dado origen a la leyenda del hombre-lobo. Cada uno debía mostrar su marca personal, que obraba como una contraseña. Una vez congregadas, se elegía una oficiante, que recibía el título honorífico de “la Vieja”. Se celebraba luego un pacto de silencio sobre lo que allí se tratara y se rendían honras fúnebres a los ahorcados y excomulgados, que la Iglesia no recibía en su seno.


Se hablaba mucho de las injusticias de los poderosos, de la forma de conservar la dignidad ante los malos tratos, de cómo mejorar la calidad de vida, que era miserable, de cómo asistir a las enfermedades y los alumbramientos, del modo de remediar las penas de amor o la angustia por la pérdida de seres queridos. Tampoco se olvidaban de la coquetería e intercambiaban fórmulas de afeites y perfumes para embellecerse.

Luego se llevaba a cabo un festín, donde abundaba la miel y el vino, o quizá la hidromiel. Y luego estaba la danza, que tradicionalmente fue una ofrenda a la Diosa de la vegetación. Por ello se la ejecutaba alrededor de un árbol o una piedra, con la espalda vuelta hacia el centro. El ritmo de la danza comenzaba con cierta lentitud para ir creciendo, creciendo, creciendo, hasta tomar un ritmo frenético para acabar desembocando en una loca carrera circular. Luego todas, ricas y pobres, viejas y jóvenes, sanas y enfermas, se estrechaban en in fuerte abrazo y se tendían mutuamente la mano en señal de una profunda hermandad.

La fiesta estaba presidida por una imagen –o una persona que la suplantaba- donde confluían elementos de Baco, de Jano o Diano, del Cernunnos galo, de las diosas de la vegetación, de los cuernos de la luna. Las iniciadas más antiguas sabían que se trataba de una metamorfosis de la Gran Serpiente, de la Diosa Madre ancestral: los demás veían en esa imagen la rebeldía,, la contrafaz del Dios despótico y exigente que les obligaban a adorar.

El movimiento fue creciendo año tras año, injusticia sufrida tras injusticia padecida. Focos de insurrección comenzaron a manifestarse por doquier. Las normas sociales impuestas principiaban a resentirse ante este nuevo sesgo político. La Iglesia, atenta a cualquier manifestación de desobediencia, no podía dejar de intervenir.

Acababa de terminar con los cátaros, los iluminados, los templarios, los albigenses, y otras aparentes herejías. Ahora el foco se iba a centrar en esas reuniones mayormente femeninas. Las llamaron “brujas” y desataron una de las persecuciones más prolongadas que registra la historia. Cada uno de sus aspectos fue re-significado, reinterpretado, re-contextualizado en el campo semántico de la visión eclesiástica. Así, se convirtieron en las mujeres terribles que adoraban al Diablo, a quien debían besarle el trasero en señal de sumisión –el famoso osculum infame- en las viejas malvadas que dañaban el ganado y desataban la lluvia excesiva o la sequía, que hacían abortar a las jóvenes o provocaban la impotencia masculina y, sobre todo, que poseían poderes mágicos que les permitían estar en dos lugares a la vez o volar por el aire montadas en una escoba.

La sexualidad libre, el pensamiento autónomo y la reunión de mujeres fuera de un mandato masculino, exacerbó viejos temores que veían en la energía de un conjunto de mujeres una fuerza superior que amenazaba los cimientos del orden patriarcal. La respuesta, nacida de lo profundo del pavor masculino, quedó a cargo de la Inquisición. De modo sistemático, las persiguió, las encarceló y torturó buscando liquidar a quienes consideraban una plaga. Tenían una guía para detectar los signos de brujería en una mujer: el atroz Malleus Maleficarum.

Cualquier mujer podía ser sospechada de brujería: porque era muy joven, o vieja, por ser en exceso hermosa o molestar con su fealdad, por tener defectos corporales o mentales, por no tener algún varón en su entorno cercano, por convivir con gatos, perros u otros animales.

Efectuada una delación, la denunciada podía darse por perdida porque cualquier signo o marca la mostraba culpable de pactar con Satanás. Se desnudaban los cuerpos, se hurgaba en ellos, buscando un lunar, una cicatriz, una mancha como prueba de su herejía. Se las mantenía recluidas sin agua y sin comida en prisiones infectas, se las sometía al potro se las pinchaba, cortaba, hería. A pesar de tantos vejámenes, muchas pudieron sobrevivir, algunas sólo para terminar quemadas en la hoguera, otras para conservar la tradición.

Quizá el primer caso de una mujer condenada a la hoguera específicamene por brujería sea el ocurrido en 1275 a causa de una sentencia pronunciada por Hughes de Baniol, Este inquisidor sometió a la acusada a diversas formas de tortura, tras lo cual la hizo confesar que había mantenido relaciones sexuales con un espíritu maligno después de lo cual dijo haber dado a luz un monstruo al que alimentó con la carne de bebés que obtenía durante sus andanzas nocturnas. Va de suyo que las confesiones obtenidas por los inquisidores, respondían ante todo a las sugerencias de esas mentes afiebradas con la obsesión de la presencia de Satanás.

A partir del siglo XIII la caza de brujas se fue ampliando más y más. Católicos y protestantes veían brujas por doquier. El escenario que imaginaban era el mismo de épocas remotas: mujeres desnudas o semi-desnudas bailando a la luz de la luna, sumergidas luego en una orgía desenfrenada en que mantenían relaciones sexuales tortuosas entre sí y con el señor del aquelarre. Protestantes y católicos sólo encontraron un método válido para terminar con esa amenaza a las costumbres: las llamas de las hogueras. Durante los más de cuatro siglos que duró la cacería, la muerte de miles de mujeres sirvió de advertencia de que toda ansia de libertad, toda desviación de las imposiciones patriarcales, todo conato de independencia puede tener el costo de la propia vida.

Quizá la brujería sea la secta iniciática más famosa y perdurable, más perseguida y menos conocida de cuantas alguna vez existieron. Porque, a pesar de tantos infortunios, volvieron a surgir una y otra vez. Sin duda, sus poderes deben ser maravillosos –o fue maravillosa su perseverancia- porque en nuestros días vuelve a surgir casi a la luz pública. Aunque siguen guardando sus principales secretos y sus conocimientos misteriosos.

Leonor Calvera

[1] LEONOR CALVERA- Diosas, brujas y damas de la noche. Buenos Aires, 1005. Esta cita y las siguiente pertenecen a la misma obra-
[2] En 1998 la UNESCO incluyo trece behuinajes en la lista del patrimonio mundial, entre los que se incluyen los de Limburgo, Brabante, Flandes, etc.. Todos ellos som flamencos.
[3] MIRCEA ELIADE. Mitos, sueños y misterios.


pensamientomasonico.org.ar / Escuela Bolivariana del Poder Popular
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1 comentario:

  1. La historia te hace entender los secretos vergonzantes que cargamos las mujeres sobre nuestras almas. Nada es gratuito.

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