Aquel capitán sin nombre


ENSAYOLUIS ALBERTO CRESPO

Era 1984 o 1985. Me cuesta precisarlo. El verano violento de marzo y su viento polvoso avientan mi memoria de entonces. El día fue 19 de marzo, como Eneas Perdomo, que así le dicen a Elorza desde que el cantor e inventor de pasajes y corríos le diera nombramiento y leyenda entre los llaneros y Venezuela entera.
Íbamos tierra abajo, hendiendo lo inconmensurable. ¿Quiénes? A mi lado, el nervio y la prosodia de ese barinés de tanta cotonía que fue y será José León Tapia, la biografía humana de Barinas, la ciudadanía de los liberales con la que soñara Zamora. Al volante, Luis García, de la descendencia de Lazo Martí, llanero purísimo, de la estima más alta del escritor y venezolano que digo, y Nelson Montiel, cojedeño desde que se levanta hasta no se sabe cuándo, espina y estero su escritura en la confidencia del alma esteparia de los ajiladores de bichos, labriegos de caños y bajíos, poetas de cantas y tristezas desde Pedraza hasta el Casanare colombiano.
Lo demás era el siempre: la palma, el gamelote, el chiribital, el gavilán de Loyola y el alambre que abarcaba la tierramenta de que fuera dueño y amo el viejo Fuentes en El Cedral. Un rato más de sartanejas y escarbaduras de ruedas y yeguarizos hubimos de trajinar antes de pararnos en medio de la desmemoria que es la llanura del Alto Apure: la nada por límite y la eternidad por filo de lo invisible. Un talud de arcilla púrpura marcaba la apariencia de lo real entre nosotros y el curso de agua caliente del río Arauca. Del otro lado ocurrían casi como una creación del calor y la luz los techos de Elorza o El Viento, como insiste en nominarla una vieja añoranza de la vieja historia venezolana de antigomecistas y cachapeadores de ganado ajeno.
LOS INVITADOS DE UN AUSENTE
Azarosos, abriendo una hendija entre los caravaneros que alborotaban los ronquidos de sus autos y el bramar de sus motocicletas, avanzábamos teniendo por viático una pregunta que no lograba encontrar respuesta alguna hasta que un rostro de cuero asoleado y ala de fieltro sucio apuntó con su dedo, mejor puya de acapro, el lugar donde se hallaba el comando del Ejército. “El capitán Chávez, ¿por favor? Somos sus invitados”, dijimos en el umbral erizado de fusiles. Flaco, cetrino, el ojo del zorro, el cuerpo cubierto con lona verde y luciendo honores de sargento, una boca habituada al dictamen y la sentencia no tardó en respondernos: “Búsquenlo por las calles, anda en un jeep. Lo van a reconocer por los muchos jóvenes que lo siguen”. Pero no fue fácil darle alcance: Elorza no dejaba pasar a nadie por sus calles. El agobio de gente y de autos obligaba a andar al paso, entre un matorral de viandantes. ¿Quién nos dijo que buscáramos en un cuarto de la esquina, suerte de bodega o de sala de conversar donde se asfixiaban curiosos y soldados? Al fondo, oíamos una voz y una risa en lo alto de un perfil cetrino. “Ese es el comandante, aquí”, pronunció un nadie a mi lado. El espigado orador descubrió súbito la frente pensadora y el cabello de paja blanca de José León Tapia y acudió a celebrar su venida. “Tiene los mismos ojos rayados de Maisanta, su bisabuelo”, se apresuró a detallarlo amigo, poniendo a prueba su perspicacia de excelente narrador. Menos mílite que ciudadano del común, bien que ataviado con su ropa verdeoliva y las charreteras de capitán, nuestro anfitrión iba entre abrazos y saludos a nuestro lado rumbo a la plaza donde habría de tener lugar el homenaje a Pedro Pérez Delgado, “el último hombre a caballo”, como lo conociera y mitificara José León en su libro memorable y emblemático.
EN ELORZA NACE LA NUEVA REPÚBLICA
Indios yaruros y cuivas, arrieros, amansadores de mula, desbravadores de potros, vegueros, coleadores, cantores y arpistas con nombramiento y aprendices de joroperos, porfiados del contrapunto y la chipola, además el mujerío, el granuja, el solitario, el ebrio y el que vive bajo el sombrero se apretaban en el limpio del cemento y el jardín desde donde miraba en bronce el Libertador. Lo que siguió nunca se me desmaya: el Capitán miraba el llano humano y el llano terroso como queriéndolo confundir en su levantada postura. La tarde se torcía por los lados de unos jobales y una mancha de cañafístolos con flores de herrumbre. El bisnieto de Pedro Pérez Delgado dio a pronunciar la loa del “Caribe de los llanos”, el guerrero de los matorrales y el quemado de Apure arriba, que amarrada su rabia a un pañuelo árido, el pistolón en la verija, la bota alta de afrontar las tunas varinas y el jalapatrás, macho y mártir de las huestes de Arévalo Cedeño, presentándole su espíritu a los convidados de la plaza, como si el orador lo devolviera de lo invisible.
Un momento, apenas apretó los labios tras el elogio postrero, recitó el largo corrido de caballería a Maisanta de Andrés Eloy Blanco. Lo hizo sin mirar papel alguno. Que era catire como Florentino, esa presencia impalpable que yerra por los silencios de la llanura y canta en la garganta y la fantasía de los contrapunteadores del pajarillo y el seis por derecho. Que lo llamaban El Americano, el Caribe de los llanos, que peleó por la libertad libre en esos tiempos negros del gomecismo, narra el poema. La voz que memorizaba la épica del gran refractario iba lejos. Yo miraba las nubes flacas de la estación seca del tautaco y la garza veranera cuando el corrío enmudeció. Pero no mucho. Casi de seguidas, sus imágenes dieron a seguir el rumbo de la glosa de una meditación sobre el país de entonces y el país de después, el de hoy, el de mañana.
Todavía propaga el desmesurado ventalle del mundo tendido que circuía el poblado la historia que contaba el corrío del guerrillero portugueseño. La emoción que me ganara sintiéndola se me
ha quedado como un sello en el pensamiento. El acalorado marzo me lo devuelve ahora por estrofas, como las hojas perdidas de los alcornocales:
Salió de la Chiricoa
con cuarenta de a caballo,
rumbiando hacia Menoreño,
va Pedro Pérez Delgado
En fila india, por la oscura sabana,
meciendo el frío en chinchorros de canta,
va la guerrilla revolucionaria.
Con el cogollo, la manta;
cobija con peloeguama, cuarenta y cinco y canana
Nube de tabaco y nube,
relincho y susto de garza,
madrugadita de leche
bajo la noche ordeñada.
Llanero alzado, ronda de riesgo velante,
fila india, caballería lenta y larga,
tajo vivo y negro,
diámetro de dolor en la circunferencia de la sabana.
Caballo pobre; el arnés de cabuya,
la montura, un cuero de res,
el estribo de soga
entre dos dedos del pie.
Llanero alzado: canto, silencio y canto,
el guerrillero va adelante, cantando.
Rumbo de asombros, los cuarenta caballos;
cabalga al frente Pedro Pérez Delgado.
Unos le dicen “Mai Santa”
y otros “El Americano”.
Gente de espuelas y cuchillos, pulperos y beneficiadores de reses, comerciantes, obreros, el peón y el bachiller, la mujer y la muchacha, el granuja y la adolescencia, el perro y el caballo, la corocora arriba y el gallo zambo que es de cría en el corral, la música por los aires, en las casas y el río del destino, Elorza todo, se hallaba allí, vivo, un 19 de marzo con Eneas Perdomo en el pecho de cada uno, escuchando la invitación de aquel capitán desconocido a unir a Venezuela junto al soldado y al hombre común, abrazados a la igualdad, justicieros de la injusticia social, dueños de su porvenir. Fue esa tarde cuando conocí a un soñador uniformado, a un sentimental de la rebeldía. Hablaba de Bolívar como de un amigo que nos esperara. Él estaba allí, en la inmensidad de afuera y de adentro, en la llanura del Alto Apure y en el brillo de tantas miradas.
Era la primera vez que un oficial de nuestra Armada hablaba como cualquiera de nosotros. Muchos lo tuteaban, buscaban su sonrisa. Lo vimos, arriba de las talanqueras, en los toros coleados y luego por las calles piloteando un jeep que más parecía un auto de pasajeros. “José León, ese hombre va a echar una vaina en este país”, le dije entonces al gran escritor barinés. Nunca imaginé que ese presentimiento se convertiría en una verdad histórica.
MAISANTA EN MIRAFLORES
Una mañana después, un 4 de febrero, estaba de nuevo allí mi capitán de entonces, frente a sí mismo, dolido pero altivo, la misma mirada aquella del 19 de marzo en la plaza de Elorza, nunca destruido, nunca derrotado, como enseña Hemingway. El destino le restañaría las heridas de aquella insurrección nacionalista. “¿Ese es el hombre, el hombre de Elorza?”, le pregunté ese día a Tapia, “Ese es”, me contestó. Sí, era Maisanta, era Pedro Pérez Delgado de nuevo frente a los gomecistas de nueva calaña que regresaba de su rebeldía. Lo sabría más tarde, cuando visitara a una tía suya en Villa de Cura. Se llamaba Ana Domínguez. Una fotografía de Pérez Delgado adornaba la pared de la casa. Vestía de civil. Ella aún guardaba las facciones de su padre.
Me confesó esa vez que había una muchacha en una pensión de Villa de Cura que vio a su tía perder el hilo del bordado cuando apareció un hombre alto, blanco, el pelo pasudo, en la puerta de la pensión La Llanera. Que lo conocía en las fotos y usaba su paltó para cobijarse, me dice con exactitud desmintiendo al tiempo que medía entre aquella aparición y su ancianidad de ochenta y cinco años. Tras un breve silencio que dejó hablar a cierto cristofué y no sé qué paloma de monte, prosiguió atisbando su recuerdo entre las dalias y los helechos:
Nunca supe quién le dio a mi tía el escapulario que usaba mi papá desde que era un muchacho de doce años en Ospino. Yo heredé ese escapulario. Ahora lo tiene mi sobrino bisnieto Hugo Chávez Frías, el presidente de la República. Mamá, ahí la busca un militar que dice que es familia suya, me vinieron a avisar cuando lo conocí. ¿No me cree?, me dijo Hugo, pero cómo no te voy a creer si eres el vivo retrato de papá.
Él es, es el mismo, el de siempre. Se asemeja todavía al capitán demócrata y sentimental que encendió con su palabra a un solitario pueblo llanero donde su bisabuelo cumplió una hazaña de pasión y machura, le digo yo ahora a mi memoria. De aquel 4 de febrero proviene su ardimiento. Hoy, enciende a Venezuela y a los pueblos de América y de más lejos.
Ciudad Caracas / Escuela Bolivariana del Poder Popular

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