Chávez, su legado y la guerra de símbolos

Carlos Fazio


Fue un subversivo en palacio. Un pacifista subversivo. Un militar patriota con gran coherencia entre el decir y el hacer. Como se opuso a reproducir la voz del amo imperial, la élite racista venezolana lo demonizó y estigmatizó: lo llamó loco, negro, zambo, gorila, ordinario, incivilizado. Vía el terrorismo mediático, la plutocracia subordinada y apátrida envenenó a la sociedad con su odio de clase y la polarizó.

Hombre radical, de pensamiento crítico y audaz acción política, Hugo Chávez siempre dio la cara y se hizo responsable de sus actos. Como no tuvo precio, no lo pudieron comprar. Adversario del consenso de Washington y el pensamiento único neoliberal, rompió paradigmas. Y, con Gramsci, se dedicó a construir en su país una nueva hegemonía cultural, ética, democrática de los símbolos y las palabras. Donde decía globalizados puso patria, donde decía emprendedores, clase social. Iconoclasta, antidogmático, soñaba con una sociedad justa, de iguales. Con un nuevo Estado social que no fuera calco ni copia. En su vía pacífica hacia un nuevo Estado del bienestar socializado, utilizó la metodología de Simón Rodríguez: inventar y errar. Cuando erró supo rectificar; los grandes logros de sus inventos son invaluables todavía.

Fue el gran educador de una nueva civilidad. Llevó a cabo una auténtica pedagogía popular, crítica, de masas. Utilizó los medios −la televisión en particular− para debatir y concientizar; para desenajenar. Mantuvo un diálogo permanente con los pobres, en quienes inculcó un espíritu histórico, participativo, solidario. Puso el acento en lo colectivo, en lo horizontal organizado. Irradió su pensamiento más allá de las fronteras nacionales y defendió la identidad cultural de Nuestra América, la Patria Grande latinoamericana.

Fue el constructor de una nueva arquitectura social. En el seno de un Estado petrolero rentista y clientelar, patrimonialista y vertical, impulsó una revolución democrática. Con eje en un profundo cambio en la correlación de fuerzas, llevó a cabo la transformación del Estado-máquina, utilizándolo como organizador de lo común, de lo civil. De la sociedad. Con el pueblo movilizado generó una nueva institucionalidad y redistribuyó los ingresos de la renta petrolera.


Es el suyo un modelo original inconcluso, con sus defectos, vacíos y contradicciones. Chávez concebía el socialismo como una obra de arte. Pensaba que no podía haber soluciones en países aislados ni socialismo en un solo país. Por eso, combinó el nacionalismo revolucionario con el marxismo de Marx, el cristianismo popular y la integración regional bolivariana. Al antimperialismo fundacional sumó una base material subregional, con énfasis en las complementariedades y la identidad cultural: ALBA, Petrocaribe, Unasur, Banco del Sur, el Sucre, Telesur, el nuevo Mercosur, la Celac…

Acusado de dictador por sus detractores, durante sus gobiernos hubo exceso de democracia (Lula dixit). En menos de tres lustros ganó 14 elecciones de 15. Además, se jugó el pellejo por los más humildes. En lo personal decía que le gustaba vivir viviendo la vida. Nunca se quejó. Pero lloró a solas frente a un espejo cuando Fidel le dijo que tenía cáncer.

Murió invicto. Y en lo único que todos coincidieron es en que fue un líder carismático. Álvaro García Linera dice que el liderazgo carismático no es una forma de mitología de las personas −como insiste con fines diversionistas el publicista de Televisa y la ultraderecha hemisférica Enrique Krauze−, sino la sintonía entre el accionar del líder y la voluntad nacional general de la sociedad. Su muerte, ahora, deja un vacío. La pregunta es, ¿qué sigue? Immanuel Wallerstein arriesga que los seguidores de Hugo Chávez intentarán garantizar la continuación de sus políticas institucionalizándolas. Lo que Max Weber llamaba la rutinización del carisma. Pero para un pueblo en movimiento detenerse es retroceder; el enemigo retoma la iniciativa.

De hecho, de cara a los comicios del 14 de abril entre el oficialista Nicolás Maduro Moros y el opositor Henrique Capriles Radonski, la guerra mediática arrecia en el plano simbólico y el uso de imágenes. Venezuela sigue siendo un laboratorio de la guerra de cuarta generación; de la guerra sicológica. En la coyuntura, el especialista en campañas negativas y guerra sucia electoral, Juan José Rendón y los expertos estadunidenses en manipulación de masas, intentan apropiarse de la simbología chavista y enfrentar al mito Chávez con Simón Bolívar.

En una maniobra de distracción y confusionismo ideológico, ante la imposibilidad de ganar los comicios, la misma derecha que vilipendió y secuestró el pensamiento del libertador y lo transformó en un nicho vacío, intenta apropiárselo y usarlo contra quien le dio carácter humano y popularizó su significado político. Si antes se apropiaron de la palabra camino (una de las más usadas por Chávez), la designación del comando de campaña de Capriles con el nombre de Simón Bolívar intenta explotar la dicotomía Chávez/Bolívar.

A la falsificación de la realidad y el uso de referentes simbólicos (incluida la bandera) se suma la estereotipación propia de las operaciones sicológicas. Si Chávez era elinquilino de Miraflores, Maduro es el encargado en palacio y el hombre de Cuba en Venezuela. Al asesinato moral de Chávez (vía CNN, Globovisión, El País, Televisaet al) y la reducción de Maduro a un sacerdote más del culto chavista (Krauze), la reacción suma elementos como reconciliación y diálogo, atribuyendo al otro el odio entre las familias y la catástrofe económica. Caldo de cultivo que en la fase poselectoral podría derivar en denuncias de fraude y desconocimiento de resultados, para generar caos y desestabilización social y facilitar la tipificación de Venezuela como un Estado forajido o canalla a ser intervenido humanitariamente por Washington y sus aliados de la OTAN. En el fondo, es el petróleo, claro.


La Jornada / Escuela Bolivariana del Poder Popular

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