SABIDURÍA ANTIGUA: PENES ÁUREOS DE MARINOS FILIPINOS

Hombres de penes brillantes: el extraño y poético artilugio sexual de los marineros filipinos

LOS MARINEROS FILIPINOS INCRUSTAN “BOLITAS“ DE METAL EN SUS PENES PARA CONGRACIARSE CON LAS MUJERES DE LOS PUERTOS; ACASO SIN SABER CUMPLEN UN ANTIGUO RITO QUE SE REMONTA A LA ALQUIMIA SEXUAL DE LOS DIOSES.

Tanto hombres jóvenes como viejos perforan sus penes con una varilla de oro o de metal del tamaño de una pluma de ganso, sus puntas con la forma de la cabeza de un clavo… Cuando un hombre y una mujer desean tener relaciones, ella no toma su pene de la manera normal, sino que suavemente introduce primero la espuela de arriba y luego la de abajo dentro de su vagina. Una vez dentro, el pene se vuelve erecto y no puede ser sacado hasta que esté flácido.

Antonio Pigafetta sobre la prácticas sexuales de los nativos filipinos, 1521


escrito por: ALEJANDRO MARTINEZ GALLARDO

Las mujeres de Mactaan sabían que no podían confiar
en esos penes. Aprendieron de sus hermanas,
madres y abuelas que incluso los más grandes

mentirían, buscarían excusas para no tener que merodear
dentro de esas tibias, resbalosas paredes.


Para algunos el destino del pueblo filipino ha sido aciago, sufriendo el yugo de un múltiple colonialismo, dictaduras y explotación (o saqueo) de recursos. Y, sin embargo, ese estado precario, pronto a abandonarse, y su geografía isleña, les ha permitido una venturosa compensación, difícil de medir bajo indicadores financieros, otra riqueza: partir al mar y conocer el mundo para mezclarse con la sal de la tierra. Aunque bajo la servidumbre del navío y sus lores, ningún otro pueblo en la actualidad recorre –y, en ese aspecto reversible de la dialéctica, domina– los océanos del orbe como el pueblo filipino …un furtivo imperio a la deriva. Actualmente se calcula que la quinta parte de los marineros del mundo son de origen filipino. Una cifra que ha crecido luego de que leyes internacionales permitieran la contratación de marineros a salarios mínimos y de que Filipina viviera una pronunciada crisis petrolera en los 70.

El destino de un marinero hace que pase alrededor de 10 meses en alta mar, sólo acallando en la tierra brevemente. Estas visitas a ciudades marítimas, lejos de casa (casa que de por sí ya se ha difuminado en la borrasca del mar), son el escenario de las más variadas y afamadas correrías sexuales: la prostitución, las farras orgiásticas y, en el caso de los filipinos, la oportunidad de hacer gala de sus implantes peniles con las mujeres del puerto.

Aunque existen numerosos relatos históricos que documentan esta práctica, extendida entre hombres del Pacífico asiático, una nueva investigación realizada por el antropólogo noruego Gunnar Lamvik ha creado recientemente cierta sensación. Según Lamvik, muchos marineros filipinos hacen pequeñas incisiones en sus penes con pedazos de plástico, piedras o metales (del tamaño de M&M’s) debajo de la piel con el fin de aumentar el placer de las prostitutas y otras mujeres con las que se encuentran en ciudades portuarias, especialmente en Río de Janeiro. “Esta arma secreta de los filipinos, como fue fraseada por un contramaestre, tiene que ver obviamente con el hecho de los que filipinos ‘son tan pequeños, y las mujeres brasileñas son tan grandes”’, señala Lamvik.

Un sondeo realizado en 1999 mostró que el 57% de los marineros filipinos utiliza estas incisiones, conocidas como “bolitas”. Steve McKay, de la Universidad de California Sana Cruz, viajó en containers con marineros filipinos y, al igual que Lamvik, documentó el proceso de inserción de los implantes. Las bolitas son conocidas como “fang muk”, “bulletus”, “bolas de chagan”, “bolas de tancho” y “canicas de pene”. La diversidad de objetos y materiales que se utiliza para hacer los implantes es tan ocurrente como potencialmente infecciosa: se usan cucharas derretidas, cepillos de diente, palillos chinos, cuentas de collares (incluyendo rosarios), municiones y metales y minerales (como el hierro, el jade, el marfil, la porcelana, la fibra de vidrio y, los más afluentes, el oro). McKay notó que muchos marineros filipinos hierven las “bolitas” y es una práctica común insertar cuatro de ellas en diferentes partes del pene formando el signo de la cruz (una clara herencia del catolicismo español que, sin embargo, muestra una articulación que esa religión podría considerar profana justamente al inmiscuir en el sexo lo sagrado).

Esta práctica, también conocida como “perlado” fue observada por el hisoriador precolonial William Henry Scott y por Antonio Pigafetta, quien viajó en la mítica expedición de Magallanes por el estrecho que ahora lleva su nombre. “Tanto hombres jóvenes como viejos perforan sus penes con una varilla de oro o de metal del tamaño de una pluma de ganso, sus puntas con la forma de la cabeza de un clavo”, escribió Pigafetta en 1521.


La interpretación antropológica de Lamvik es que los filipinos se reafirman a sí mismos utilizando las “bolitas”. Esto no sólo por el aparentemente tamaño desfavorable de sus penes, también por su posición generalmente inferior en la jerarquía de los navíos. Los filipinos son percibidos dentro del rubro como “afeminados” (según Lamvik), como incapaces de tomar decisiones y como fácilmente reemplazables. Esto les genera una “inseguridad”, misma que buscan paliar con las incisiones en el pene que de alguna manera apuntalan su masculinidad. Por otro lado, (quizás un poco como los mexicanos son “gaffers” en las películas) se dice que los filipinos “pueden arreglar todo”, mientras que los otros marineros se esperan a llegar al puerto “los filipinos hacen una nueva parte o la arreglan”. La misma pericia también parece reflejarse en suars amatoria, donde su habilidad técnica, un poco a la manera de Vulcano, el dios de la fragua, les permite conseguir la privanza femenina sin ser ortodoxamente deseables. Los filipinos se jactan de que las mujeres de los puertos las prefieren a ellos porque las tratan bien: “les sonreímos, incluso las cortejamos. Eso es lo que hace especiales a los filipinos. Somos románticos”, dijo un marnero filipino a Lamvik.

Aunque estas perforaciones puedan reflejar cierto complejo de inferioridad, también resaltan la concepción romántica del filipino, en ciertos aspectos más sofisticada y evolucionada que la de otros pueblos en los que el paternalismo ha hecho mella. El filipino, sea por su necesidad de sobresalir o por su afeminamiento, y aunque sea con una prostituta, se regala en función del placer femenino. Y si bien, en la era de Cosmpolitan y New Scientist, puede resultar más o menos evidente la importancia de buscar la gratificación sexual de la mujer, hace unos siglos, en la cultura patriarcal, esto no era del todo así (era en todo caso un secreto iniciático). La filipina es una cultura maternal, como el mar (“I will go back to thee, great sweet mother,/mother and lover of men, the sea”, dice un poema de Swinburne que entre muchos otros revela la inextricable relación del mar, el hombre y el arquetipo femenino), y como tal parece rendirse a la Virgen, que por momentos se transforma en la Gran Puta (que cumple una función igualmente sagrada y de la cual quizás María Magdalena, la esposa de Jesús en los textos gnósticos, sea el mejor ejemplo).

De lo anterior podemos derivar una ecuación en la que el marinero filipino logra transferir su amor al mar a las mujeres del puerto –que son una misma manifestación de la materia que abraza y engolfa—a través del artilugio y el ingenio, burlando sus limitaciones físicas un poco como hiciera Ulises, el gran náufrago de la historia, y quien sin contar con el prodigio atlético de Aquiles logró regresar a casa, al seno de Penélope.

“Allí unidos, rozando aquel centro, como una madeja de nervios, hasta la punta del ala del águila, hasta el más remoto de los días. Esto significa: el altar del fuego”. Ka

Roberto Calasso en su versión de la mitología de la India, sugiere que los actos de los dioses, los mitos fundadores, se repiten permanentemente, con sutiles variaciones, hasta el punto de que conscientes o no nosotros seguimos representando esos actos (que son sacrificios). El origen del mundo que habitamos (aquel que distingue lo múltiple de lo uno), según la tradición védica, se dio a través de la cópula de Prajapati con su hija Usas, la aurora. El acto que repetimos siempre, en perpetuación del mundo –de ese orden velado—, es la cópula (aquello que nos vincula). “Esta es la escena que está detrás de todas las escenas, la escena que cada escena varía, repite, deforma, destroza, recompone, porque de esta escena en la aurora desciende el mundo”. Es posible, entonces, encontrar en el equipamiento y en la conducta sexual de los marineros filipinos una prolongación representativa de los arquetipos trazados por los dioses en su instauración del mundo.

Tanto Pigafetta como un notable poema escrito por Nick Carbo (que puede leerse al final del texto), donde dice “varillas de oro incrementarían/su placer y las lanzarían/más allá de las copas de las palmas,/más allá de los centelleantes/ojos de anillo de los dioses/en el cielo nocturno”, hacen énfasis en el oro como el material elegido para incrustarse en el pene. Esto, aunque de manera rebuscada, pero con el lujoso placer que es refocilarse en la mitología –la telaraña invisible que sigue tejiendo, por debajo, al mundo– me recuerda la historia de Osiris, quien resucitó luego de que Isis le fraguara un pene de oro con su voz. Osiris fue engañado y despedazado por su hermano Set; Isis logró reunir 13 partes de se cuerpo y uncirlas, pero faltaba su pene. Entonces, en la orilla del mar, cantando con la voz del ibis –el ave cuyo vuelo Thoth observó para inventar la escritura—, Isis cinceló el pene áureo de Osiris en una especie de sintestesia creativa que oculta una profunda simbología alquímica, probablemente la conjunción de los opuestos, el fuego y el agua, y la cópula divina (en el tálamo del mar que se funde con el cielo) o hierosgamos. Osiris entonces se alzó como dios del Sol y de la vida después de la muerte.

Si creemos que nosotros somos la descendencia de los dioses –o al menos de los hombre que los imaginaron—podemos ver en las incrustaciones de oro de los filipinos una correspondencia (y las correspondencias, las sampad, fueron lo primero que hicieron los dioses para hilar el mundo). De alguna manera remota y misteriosa colocar una punta de oro en el pene y llenarlo de resplandores es una oblación a la Diosa Madre. Al hacerlo los marineros filipinos hacen lo que hizo Isis (quien también es Stella Maris, la estrella del mar) y aunque sea sólo con una realidad espectral se convierten por un instante (atemporal) en Osiris. El principal tributo de los hombres a los dioses es hacer lo que ellos hicieron –aunque no sepan que lo están haciendo o por qué lo están haciendo.

Juegos de Alquimia


Tiendo a hacer una digresión: puede resultar un exceso ver en las incisiones peniles de los filipinos, y en su arrojo por complacer a las mujeres de los puertos –destacándose de hombres aparentemente mejor dotados—un impulso de elevarse “al cielo nocturno” atravesando los anillos de los dioses –o al menos la generosidad de hacerlo para el género femenino. Pero, ¿qué otra forma más contundente, que no requiera de una etérea metafísica, tiene el hombre para inscribirse en el firmamento? (El poeta indio Bhartrihari considera que existen dos vías: “la juventud de una mujer de pechos generosos, inflamada por el vino del ardiente deseo, o la selva del anacoreta”, lo demás es “hueca palabrería”). En la sexualidad, en su transfiguración erótica, yace no sólo el instinto de la reproducción, de la perpetuación de la sangre y la información genética, también el deseo de trascendencia. De alguna manera los hombres y las mujeres intuyen –en la gnosis del cuerpo— que su participación en lo sagrado está dada en el erotismo. La decadencia del rito, la perversión del éxtasis, no dejan de simbolizar y volver a escenificar el acto de creación de los dioses… no importa que sean marineros y prostitutas ahora los que se tienden en el atanor. Amor, el más viejo de los dioses, es el primer y último sacrificio.

En las perforaciones peniles de los filipinos podemos atisbar también el tiempo cíclico. Primero son pepitas de oro las que refulgen en el sol (podemos adivinar que esta práctica es mucho más antigua de lo que documenta Pigafetta), al final son latas, chatarras, alumino, fierros en el glande — atravesamos las edades que describe Hesíodo (la decandencia del oro hacia el hierro). Los dioses vivían en la superabundancia –la materia, el maia, era fácilmente manipulable–; el destino del hombre es otro, pero el deseo es el mismo. Sin los mismos recursos, y sin haber alcanzado la perfección de la cual el oro es un metáfora, los marineros filipinos buscan una satisfacción transpersonal, complacer a las prostitutas brasileñas, un ciero doro –esa dádiva incomparable que es la alegría erótica femenina–, reestablecer el orden. Por lo mismo, Osiris logró alzarse redivivo como Señor del Inframundo y constelarse en el firmamento: propulsado por Isis (a su vez constelada como Sirio). De alguna manera en la profundidad de la mente que compartimos, los marineros con sus perforaciones están añorando la antigua alquimia de la pareja divina. El metal, que brilla como el sol y se alía por la acción ígnea, introduce el elemento de fuego, doblemente necesario al penetrar en un ambiente húmedo; así el marinero filipino inconscientemente cristaliza el principio alquímico de “conjunctio oppositorum”: la llama se agita en el agua. El acto es el mismo: un solo eros recorre el mar con su rayo de oro (sólo los actores cambian de rostro).

Las mujeres de Mactaan sabían que no podían confiar
en esos penes. Aprendieron de sus hermanas,
madres y abuelas que incluso los más grandes

mentirían, buscarían excusas para no tener que merodear
dentro de esas tibias, resbalosas paredes.
Los hombres siempre tenían otra cosa que hacer:

Terminar de vaciar la banca para que los hombres pudieran ir
a pescar en un nuevo bote, recoger más cocos
para hacer suficiente arak (un vino de palma que hacían los hombres

para embriagarse juntos). Atar a los hombres a los muebles
tomaba demasiado tiempo, morderlos
mientras se estaban saliendo era considerado violento,

Amenazarlos con cortárselos con un cuchillo de bambú
nunca funcionó. Entonces, las mujeres de Mactaan escucharon
de una secreta práctica sexual de un chamán

que visitaba de una isla hacia el sur.
Introdujeron la varilla de oro
en sus hijos pubertos como un ritual

para alcanzar virilidad. Tomó veinte días
para que sus penes sanaran, tres años
antes de que estos niños empezaran a complacer a las mujeres.

Los hombre más viejos, quienes se reían
de estas generaciones más jóvenes
(llamándolos ulo ng aspili, cabezas de clavo)

fueron vistos gradualmente como poco atractivos
por sus esposas y mujeres más jóvenes.
Los hombres sin adornos fueron acusados

de eyacular muy rápido, de no mantener
sus penes hinchados por mucho tiempo,
de tener mal aliento, de perder pelo prematuramente, de verrugas.

Ninguna mujer tocaría a los no perforados.
Un día, los ancianos de la aldea y el resto
de los nerviosos adultos se formaron

frente a la cabaña de la anciana que desempeñaba
el servicio. En veinte días,
todos los hombres de Mactaan tenían penes que brillaban

cuando expuestos al sol.
Caminaban con los pechos henchidos,
disfrutando el fresco arak,

mientras las mujeres se preguntaban si dos,
o quizá tres
varillas de oro incrementarían

su placer y las lanzarían
más allá de las copas de las palmas,
más allá de los centelleantes

ojos de anillo de los dioses
en el cielo nocturno.


pijamasurf.com / Escuela Bolivariana del Poder Popular
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